Cuando descubrí Webflow por primera vez, debo admitir que tuve sentimientos encontrados. Después de años trabajando con WordPress, la idea de aprender una nueva herramienta parecía más un obstáculo que una oportunidad. En ese momento, WordPress era mi zona de confort: sabía cómo usarlo, cómo adaptar plantillas, cómo instalar plugins para cubrir casi cualquier necesidad. Pero también sabía que, detrás de esa familiaridad, había limitaciones y constantes frustraciones.
Mover un botón en un menú de navegación, por ejemplo, podía convertirse en un dolor de cabeza si usaba un constructor visual como Visual Composer. Las personalizaciones de diseño requerían una mezcla de ensayo y error entre opciones limitadas y fragmentos de código que parecían más parches que soluciones. A pesar de ello, me resistía al cambio.
Todo cambió cuando decidí probar Webflow. Al principio, me pareció una herramienta abrumadora: su interfaz era completamente diferente y parecía exigir un nivel de entendimiento técnico que, honestamente, no estaba seguro de tener. Pero poco a poco, empecé a notar algo diferente. Lo que antes era un problema tedioso –como ajustar el diseño de un menú o personalizar una sección específica– ahora era más fluido, casi intuitivo.
Webflow no solo me dio la libertad de crear lo que imaginaba sin comprometer el diseño o la funcionalidad, sino que también me permitió comprender cómo funcionan las cosas detrás de escena. La estructura de cajas, el uso de clases, el control absoluto sobre cada detalle del diseño… Todo empezaba a tener sentido. Lo que en otros constructores visuales se sentía como “magia negra” (o peor, un caos oculto en el código) con Webflow se traducía en orden y lógica.
Ese fue el momento en que me di cuenta de que Webflow no era solo una herramienta para construir sitios web, sino una plataforma que me enseñaría a entender la web de una manera completamente nueva.